EL ABOGADO Y EL MAR/LA PLAYA SIN CEMENTO

septiembre 15, 2007

E  L     A  B  O  G  A  D  O     Y     E  L     M  A  R

© José Ortega, 2007    

 Raras veces la Administración de Costas se ha llevado un bofetón tan grande como el que recibió en una playa pequeña y poco conocida, en el occidente de Asturias, llamada Otur. Paseas por esa playa y puedes captar toda la fuerza de la naturaleza, de una forma mucho más intensa que en el urbanizado Mediterráneo. Está situada al pie de poderosos acantilados pizarrosos cubiertos de bosques; un río va a desembocar allí, abriendo grietas limpias en la arena, y las neblinas suelen cubrirla incluso en verano, proporcionándole un aire de vaporoso mito celta, como si de pronto pudiera aparecer en la lejanía, dentro de una armadura oxidada, un caballero extraviado en su búsqueda del Santo Grial. En la playa de Otur hay también unas pocas viviendas, situadas al pie del acantilado, y bien lejos de la orilla. Se edificaron sobre antiguos terrenos de cultivo, en una zona que hoy día contiene manchas de bosque sobre un tapiz verde y húmedo en el que he visto crecer setas. Tiempo atrás, el propietario de los terrenos fue segregando parcelas y vendiéndolas a unos terceros esforzados y ahorradores, que después construyeron sobre ellas sus viviendas, y lo hicieron con todas las licencias exigibles. Algunas de estas viviendas parecen casitas de Blancanieves, en mitad del prado, rodeadas de verjas de madera verde y flanqueadas de macizos de hortensias de color azul pálido.  Excepto estas pocas viviendas, todo sigue más o menos como lo parió la naturaleza. Una carretera empinada desciende desde los terrenos superiores hasta la playa, donde se esfuma. No hay cemento a la vista, ni asfalto, ni nada que se pueda parecer a un paseo marítimo. El encuentro con la playa de Otur no es entonces el encuentro con un entorno urbanizado de los que tanto abundan en el Mediterráneo, sino con un ambiente prácticamente intocado que resulta un privilegio en sí mismo.  Una vez di una conferencia en Águilas, una ciudad mediterránea que en aquella época estaba a punto de vender su alma al diablo de la especulación urbanística y de ese crecimiento bestial que se puso de moda con el cambio de milenio. La conferencia era para presentar mis novelas La Piedra Resplandeciente y El Príncipe Pálido, muy inspiradas por las playas casi vírgenes de aquella pequeña ciudad costera, así que dije algunas cosas sobre el paisaje, y en particular advertí que con la llegada del ladrillo Águilas estaba dando la espalda a su auténtico tesoro, que no era precisamente una dosis de chalés pareados que la igualase en vulgaridad a cualquier otra localidad turística, sino su antigua autenticidad de ciudad aislada, de fuerte carácter. Algo así es lo que seguramente iba a pasar en Otur. No porque se estuviera planeando un plan parcial en la arena, desde luego, pero sí porque la Demarcación de Costas se disponía a adornarla con una buena cantidad de hormigón, a cuenta de hacer unos accesos asfaltados, un restaurante, unos baños, un gran aparcamiento, y todo ese tipo de iniciativas destinadas a un mejor uso del dominio público por parte de chicos y grandes. Creo que el proyecto estaba ya dibujado cuando estalló el conflicto y los vecinos me llamaron. O mejor dicho, el proyecto fue el detonante de todo, porque,  como era de prever, la presencia de aquellas viviendas de verano, rodeadas de vallas de madera verde y flanqueadas de macizos hortensias azul pálido, era incompatible con los planes de la Administración. De hecho, los aparcamientos públicos y demás modernidades debían situarse, al parecer, donde entonces estaban las viviendas. Por suerte no soy Jefe de Costas (ni jefe de nada), y no me ha tocado nunca decidir en un asunto así. No voy a caer en el extremo de acusar a la Administración de bestia y de cementera compulsiva, cuando es posible que sus planes fueran el modo oportuno de conseguir un uso racional de la playa. Pero personalmente, como viajero y como ciudadano con derecho al paisaje, prefiero la playa de Otur tal cual era y por suerte sigue siendo aún. Como fue siempre, en los tiempos de los que la vecina puerto de Vega era un enclave ballenero cuyos hijos gastaron su juventud en medio del Atlántico, sin ver tierra firme, y aún más atrás, en los años perdidos de la Antigüedad, cuando unos cuantos legionarios romanos pudieron asomar por aquí su curiosidad. Ya sé que es un análisis hecho con las tripas, y pido disculpas por proyectar aquí una visión de poeta, no de jurista, pero así es como yo veo las cosas: Sí al mar y al viento. No al ladrillo y al hormigón.   En la playa de Otur había un deslinde aprobado en 1.983, bajo la ley de costas de 1.969, y después se aprobó otro, en 1.996, ratificando el primero. Los dos habían incluido las viviendas en el interior del dominio público, que alcanzaba hasta el pie del acantilado gris. A pesar de ello, hasta entonces nadie se había metido con las casitas, pero, como suele suceder, el proyecto de urbanización se convirtió en el motor de una serie de reformas que incluían como primera providencia la expulsión de los vecinos y el derribo de sus viviendas. La Demarcación de Costas de Oviedo les practicó requerimientos para que solicitasen una concesión o se quitaran de en medio para siempre, bajo apercibimiento de practicar expedientes de recuperación posesoria. Estos últimos son unos procedimientos muy sumarios, previstos en la ley de costas al exclusivo fin de combatir las ocupaciones ilegales del dominio público. En ese tipo de procedimientos apenas hay espacio para la defensa. Tan solo ocho días para formular alegaciones, y después todo se acabó.  Aunque puede que los haya,  no conocía entonces ni conozco hoy ni un solo caso de una recuperación posesoria en la que los vecinos hayan conseguido parar a la Administración. Son tan privilegiados los poderes que la ley pone en sus manos, que la defensa es prácticamente imposible. Usted está en el dominio público y se tiene que marchar, eso es todo. Desde luego la doble opción del requerimiento era una trampa. Cuando los recibieron, los vecinos no sabían más que lo que ponía el papelito. Más tarde, al saber de la existencia del proyecto de obras, se hizo evidente que la concesión no era una opción auténtica, sino un cebo para garantizar que los vecinos hicieran mutis por el foro. De manera que nos encontrábamos ante una opción falsa. Si se marchaban por las buenas, estupendo. Pero si pedían la concesión, lo más normal es que ésta, si se otorgba, les fuera expropiada a los cinco minutos. Esta es la única interpretación con sentido, si tenemos en cuenta que la razón de ser de todo aquello fue el proyecto de obras, y que la Administración no iba a estar dispuesta a abandonarlo simplemente porque a los vecinos les diera el capricho tonto de elegir la concesión.Hoy veo las cosas con cierta distancia, y me doy cuenta de la aberración que fue aquella actuación de la Demarcación de Costas de Oviedo, y de la magnífica ignorancia que demostraba en cuanto a las normas realmente aplicables y también en cuanto a los derechos de unos vecinos a los que se maltrató sin misericordia. Una ignorancia de la que yo mismo participaba, en parte, en aquel tiempo.  Ahora, después de años de experiencia y estudio, puedo decir que aquellos amagos de recuperación posesoria fueron un acto distorsionado y arbitrario hasta el extremo, pero entonces todo aquello era como un gran bosque que no dejaba ver los árboles, y aunque acerté, no llegué a afinar, como veremos en seguida.

  El caso es que los vecinos me llamaron, y lo hicieron por mediación de Brígida, una mujer madura,  resuelta, nacida por lo visto para organizar, que regentaba una agencia de publicidad en Oviedo y una casita en la playa. Su padre, después de recorrer en su moto una cala tras otra del occidente de Asturias, había elegido la playa de Otur para construir allí una vivienda de verano, y había comprado, como los otros, un cuadro de terreno a Tino, el propietario de toda la franja que quedaba al pie del acantilado. Brígida me consultó si podía llevar el asunto desde Valencia y contesté que sí, aunque debía ver la playa al menos una vez, porque la defensa de estos asuntos, en contra de lo que se suele creer (aunque cada vez menos), no debe hacerse sobre la base de documentos, como escrituras de propiedad, inscripciones registrales o recibos de contribución urbana, sino sobre la realidad geomorfológica del terreno.

  Acepté el caso, y al hacerlo me enfrenté a uno de esos asuntos que en el futuro me iban a ser tan familiares, es decir, los asuntos imposibles. La defensa de aquellas casitas condenadas al derribo era el típico caso que todo abogado en su sano juicio habría rechazado, por no ser realista. Además, yo ya había llevado antes unas recuperaciones posesorias, en Canet de Berenguer (Valencia), y la defensa no había salido bien. Pero no acepté el asunto por ser   temerario, ni por razones económicas, sino porque conservaba una especie de fe ilimitada en el Derecho. Probablemente esa fe me hacía sentir, como leí una vez, una sana indiferencia hacia lo imposible. Por lo demás, estrené estrategia, en cierto sentido basada en un concepto procedente de una parte de la Filosofía, llamado silogismo apodíctico, que explicaba mi profesor de sexto de bachiller como la exposición de dos premisas y una conclusión. Premisa mayor: todos los hombres son mortales. Premisa menor, Pepillo es hombre. Conclusión: Pepillo es mortal. A este silogismo apodíctico es al que se refieren los dialécticos que ponen en duda una conclusión, diciendo que niegan la mayor. Yo también me disponía a negar la mayor, o a intentarlo.  Mi razonamiento era el siguiente: Si ellos nos echan de la playa es porque la playa es dominio público. Que la playa sea dominio público depende del deslinde. Si el deslinde es ilegal, los terrenos no son dominio público, si los terrenos no son dominio público, tampoco puede haber recuperación posesoria. Luego: premisa mayor, el espacio definido por el deslinde es domino público; premisa menor, las viviendas están en el espacio definido por el deslinde. Conclusión: Las viviendas están en el dominio público. Negar la mayor significaba poner en duda que el espacio definido por el deslinde fuese realmente dominio público.    Así que, como suelo hacer, en lugar de gastar tontamente energía tratando de discutir los requerimientos (que era tan inútil como discutir unas recuperaciones posesorias efectivas), cambié el foco de atención y concentré mi interés en algo muy distinto, como era el expediente de deslinde. Los cuentos populares del tipo el alma externada contienen una enseñanza parecida. El héroe se da cuenta de que no puede derrotar al gigante y cree que está todo perdido, hasta que se entera de que el alma de su enemigo está fuera de su cuerpo, escondida en un lugar secreto. Para vencerlo, en lugar de agotarse enfrentándose a él a inútiles lanzazos o pedradas, lo que debe hacer el héroe es quitarse de en medio y viajar lejos, hasta encontrar el alma del gigante y apoderarse de ella.   Yo también viajé a otro lugar. Hice poco caso a los requerimientos y me fui a buscarles el alma. Y su alma estaba encerrada en el expediente de deslinde. Si allí encontraba errores, había una oportunidad. Claro que con eso podría no conseguir más que un atracón de teoría inútil, porque había además una dificultad muy seria: un deslinde del Dominio Público Marítimo Terrestre  es un acto administrativo que puede impugnarse solo dentro de los plazos previstos en la ley, en este caso dentro del plazo de dos meses desde que se notifica a los interesados. La iniciativa de dirigirme contra el deslinde, aunque fuera ingeniosa, no serviría de nada si yo no era capaz de romper esa otra barrera, la de los plazos. Así que no solo debía encontrar defectos de grueso calibre en la tramitación, sino también algún error mayúsculo que me permitiera impugnar el deslinde incluso pasados varios años de su aprobación.  Y lo conseguí. Pero el mérito no es mío, sino de las sobresalientes chapuzas del contrario, como en un partido de tenis donde pierde el que comete más errores.  Mi único mérito fue arriesgarme e investigar, y me encontré con la suerte de que el deslinde en vigor era una de esas calamidades llamadas por aquel entonces ratificación del deslinde anterior, que sin ningún reparo puedo calificar de atajo intolerable, error de bulto y abuso manifiesto.   La ley de 1988 obligó a deslindar de nuevo la totalidad de la costa, lo que a los responsables debió parecerles una lata, sobre todo porque al final del siglo XX los españoles ya habían dejado de ser aquel pueblo sumiso e ignorante de la postguerra, que se dejaba trastear sin levantar la voz. Había aprendido a defenderse y a formular alegaciones extensas, fundamentadas y pesadas de leer y contradecir, así que cada procedimiento de deslinde, lento como un caracol y gordo como una vaca, se había convertido para sus responsables en un  calvario con el que no había más remedio que convivir. Los ingenieros de costas debieron pensar que la nueva ley había venido a transformar su labor en una especie de tela de Penélope, que nada más acabada se desbarataba para volver a empezar, y, puestos ante el abismo de tener que empezar de cero, es decir tener que deslindar toda la extensa costa de España (que ya estaba deslindada en su mayoría), a algún funcionario o Autoridad que creía tener la mente despejada se le ocurrió una solución para economizar tiempo y energía: Cuando la línea que define el dominio público no se iba a mover del sitio donde la había fijado el deslinde anterior, en lugar de tramitar un expediente nuevo, la Administración se limitaría a ratificar el anterior, lo que apenas necesitaba una declaración de un par de folios, que, por lo demás, no era preciso notificar a nadie, y que guardada en un cajón estaba muy requetebién.  Nada de seguir el procedimiento mandado por la ley de costas, nada de actos de apeo multitudinarios y chillones, de inacabables notificaciones a los vecinos, de molestos trámites de vista y audiencia. Dos folios en la intimidad de un despacho, y al cajón.  La Dirección General de Costas esta dirigida por ingenieros. Los ingenieros, como los militares, necesitan eficacia. Están acostumbrados a principios inquebrantables que además usan a menudo en sus mesas de dibujo, como por ejemplo que la línea recta es la más corta entre dos puntos. La ingeniería, hasta donde yo sé, es una ciencia exacta que vive de fórmulas que nunca fallan y de cartabones, reglas y compases que dibujan figuras perfectas, y que posiblemente marcan patrones mentales tiesos como mojamas en quienes la ejercen. Pero la ciencia exacta se da de bofetadas con el Derecho, donde a veces la distancia más corta entre dos puntos no es precisamente la línea recta, porque existen rodeos necesarios, aunque puedan parecer a algunos demasiado sutiles. La fracasada ley de la patada en la puerta, por ejemplo, puede ser un ejemplo de esas diferencias.  Si se busca la eficacia, echaremos la puerta abajo. Pero si se quieren tener en cuenta los derechos individuales, es otra cosa.  Si marcamos un punto donde están los policías, en la parte externa de la puerta y otro donde están los sospechosos, en su parte interna, sin duda la línea más corta es la recta, y esa línea recta exige el derribo de la puerta. El Derecho propone una curva, un rodeo, que pasa por la oficina del juez, a fin de dotarse los señores guardias de una autorización de entrada en lugar cerrado.   Ellos, como buenos ingenieros, buscaban la eficacia. Por eso inventaron ese engendro incomible llamado la ratificación del deslinde anterior, que es como la ley de la patada en la puerta de los deslindes costeros, y que se siguió masivamente en toda la costa, sin que los vecinos afectados protestaran, ya que tal cosa resultaba imposible cuando no sabían ni media palabra del asunto, y así que tampoco podían saber que tenían que protestar. Es justamente el caso contrario de El Proceso, la obra de Kafka. Allí, un ciudadano está perplejo porque hay un proceso abierto contra él. Un proceso inacabable, tramitado por causas que ni conoce ni nadie le explica. Aquí, en Otur, los ciudadanos no se agobiaban nada, porque no sabían que alguien, en un despacho, había tomado contra ellos una decisión de efectos devastadores, sin proceso alguno.    En Otur, el deslinde vigente era una simple ratificación del anterior, de 1983.  Esa fue mi suerte, y la de los vecinos. Cuando me di cuenta de cuál era la situación, mi fe en el Derecho se reafirmó aún más, y me convencí de hasta qué punto el ejercicio correcto e instruido de los derechos individ<uales puede ser más mortífero y más eficaz que un ejército bien pertrechado y  armado hasta los dientes.   Lo que parecía imposible se iba volviendo posible, incluso probable. Impugné los requerimientos, basándome en que los terrenos no eran dominio público, como se pretendía, porque el deslinde era ilegal. Este era el calificativo más cortés que podía dedicarse a unas actuaciones que se habían tramitado de espaldas a los interesados, e incumpliendo una por una, todas las normas posibles de procedimiento, como si los responsables hubieran participado en una  apuesta para ver cuántos preceptos era posible vulnerar a la vez. El ingenioso funcionario o Autoridad que había parido aquel mal atajo, no había reparado en aspectos quizá demasiado sutiles para su capacidad de análisis. En su pensamiento, como ya he dicho, la ratificación se basa en que como la línea no va a moverse, da igual que los vecinos colindantes se enteren o no. Pero es que aunque se ratifique una mera línea sobre el plano, los efectos de la nueva son distintos y tienen mucho más alcance que los de la antigua. Por ejemplo, en detalles nimios como que la nueva delimitación, al aprobarse con las consecuencias de la ley de 1988, destruye el derecho de propiedad, mientras que la antigua tenía efectos solo administrativos. Así que lo que estaba haciendo la Administración era ni más ni menos que quitarle a los vecinos sus propiedades sin tan siquiera decírselo, de forma que la gente creía tener casa, pero en realidad no era así, y creían tener su propiedad inscrita en el Registro, cuando lo cierto es que las inscripciones habían sido canceladas por orden del Jefe de Costas. Suena escalofriante ¿verdad? Pues así es como ha estado funcionando, y no solo en Otur.  Es como si un tercero cualquiera, sentado a su mesa de despacho, decidiera un día que esa o aquella casa son suyas, y su mera decisión fuera suficiente para cancelar las inscripciones en el registro de la propiedad y dejar en la calle a sus propietarios.  Hay unos brujos africanos de los que se cuenta una hazaña espeluznante: le roban el alma a sus paisanos, que sin embargo continúan vivos, y lo hacen hasta que se dan cuenta por ciertos indicios, o porque se lo dice un entendido, de que en realidad no tienen alma. Es entonces cuando mueren. De la misma manera, los propietarios despojados por la Dirección General de Costas han venido creyendo ingenuamente que tenían vivienda, chalé o apartamento, cuando en realidad no tenían más que una ilusión.  Puesto que esta situación apenas ha sido destapada en unas pocas playas, la ignorancia continúa esparcida por todo el litoral, donde miles de conciudadanos han sido objeto de este expolio, y el día que se den  el día en que se den cuenta de lo que pasa, el susto será de muerte.  Por lo tanto, no puede negarse que con esta fórmula, la capacidad de la Administración para sisar lo ajeno deja en ridículo al más glorioso mangante del metro.   Otros efectos distorsionadores de la ratificación del deslinde anterior son no menos impertinentes. Por ejemplo, el deslinde fija la servidumbre de protección y la servidumbre de tránsito, que son dos conceptos nuevos, introducidos por la ley de costas. Por tanto, conceptos que no estaban presentes en el deslinde anterior, y que por eso no se pueden considerar ratificados, sino introducidos por primera vez por el deslinde nuevo. Eso entre otras muchas cosas que se podrían decir. Yo creo que esquivar la tramitación de un deslinde seguido por el procedimiento establecido, y sustituirlo por una ratificación del deslinde anterior, es una bestialidad que cualquiera puede entender como tal,  al menos cualquiera que no pertenezca a la Abogacía del Estado, porque desde ese cuerpo me llevaron la contraria una y otra vez en mis sucesivos recursos, empeñados en que todo era perfecto y el deslinde se había hecho muy bien. Si toda esa energía se dedicara a fines nobles, quizá se podría alcanzar la gran armonía universal.   Ni que decir tiene que la Dirección General de Costas desestimó todas mis alegaciones y recursos.  Ellos, que aún se estaban congratulando de lo listos que habían sido al parir la dichosa fórmula, no podían consentir que se abriera una brecha en su económico sistema. Sabían que si se admitía la nulidad de uno solo de esos expedientes, todo se vendría abajo como un castillo de naipes. Así que se mantuvieron en sus trece y me obligaron a acudir a los Tribunales, algo cotidiano cuando reclamas contra el Estado. Presenté una petición de nulidad del deslinde y también de los requerimientos. La Audiencia Nacional entendió perfectamente que se pusiera el recurso algunos años después de la aprobación del deslinde, puesto que éste último nunca se había llegado a notificar a los vecinos, y por tanto no hubo problemas con su admisión a trámite.  El Estado continuó oponiéndose con sus mismos argumentos gastados (incluyendo que sería una tarea ímproba deslindar toda la costa Española), pero yo gané el pleito. No completamente, porque había querido asegurar los derechos de los vecinos impugnando también el deslinde de 1983, y ésta petición fracasó. Pero había conseguido mi objetivo. La anulación del deslinde más reciente fue suficiente para anular también los requerimientos.    El Abogado del Estado puso un recurso de casación y lo perdió. El Tribunal Supremo incluso dijo en su sentencia que no tenía yo que preocuparme por anular también el deslinde de 1983, sugiriendo que mientras no se aprobase válidamente uno conforme a la ley de costas de 1.988, no sería posible ejercer recuperaciones posesorias sobre las casitas de mis clientes.  Y de esta manera lo imposible se había hecho posible.  Años después coincidí en Madrid con el entonces Subdirector General de Actuaciones en la Costa, y el tema de Otur salió en la conversación. Me pareció muy singular escucharle decir que en su opinión la ratificación del deslinde anterior no era la forma correcta de tramitar un deslinde. Me hubiera gustado saber dónde estaba cuando hacía falta, es decir, cuando los vecinos estaban sufriendo aquella zozobra, y de la Administración solo venían exabruptos. Y aún más: mientras escribo estas líneas ese mismo señor es Subdirector General de Costas. La segunda Autoridad con más poder en costas marítimas sabe que hay multitud de deslindes tramitados por el erróneo procedimiento de la ratificación del anterior, y por tanto multitud de casos de ciudadanos a quienes se les ha arrebatado su propiedad sin que ni siquiera lo sepan, por un procedimiento que podríamos calificar de medieval y relacionado con el rancio derecho de pernada.  Pero no hace nada al respecto. La ley proporciona instrumentos para revisar y anular de oficio todos esos deslindes, pero por lo visto la Administración  prefiere dejarlo correr, incluso cuando los interesados tienen derecho, como compensación por la pérdida de sus propiedades, a una concesión de sesenta años, que sin embargo no pueden solicitar porque ni siquiera saben que han perdido sus viviendas. Y, visto así, no es éste el retrato de una Administración que cumple con el mandato constitucional de servir con objetividad los intereses generales, sino el de un grupo de funcionarios para quienes las sentencias de nuestro más altos tribunales no son por lo visto acicate suficiente para anular todo lo mal hecho, como si las leyes, los tribunales, los códigos, los derechos individuales, todo eso no fueran más que interferencias que perturban la contemplación de esa gran realidad según la cual la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta: ésta es una ley física, y por tanto una auténtica ley de Dios. Lo demás son leyes mundanas.     La cosa quedó así. Los paisanos de Otur continuaron y continúan aún en sus viviendas de verano. La Administración se vio obligada a archivar sus planes de obras. De un solo golpe les había echado abajo el proyecto de urbanización, los apercibimientos de desalojo y el deslinde, obligándolos a empezar de nuevo, desde el principio y con la debida paciencia, cosa que están haciendo mientras escribo estas líneas, casi diez años después de que todo empezara.  Pero las consideraciones jurídicas llegan aún más lejos, hasta extremos que  nos permiten comprender en todo su esplendor los desenfoques, desfases y desaciertos de la Administración de Costas. Y es que la situación jurídica de las viviendas de la playa de Otur no es, como se pudiera creer, la de edificios clandestinos que continúan ocupando la playa mediante la trampa de agarrarse a un vicio de forma del deslinde como un clavo ardiendo. No he ganado una batalla para la injusticia, ni para el abuso ni para la sinrazón. Gané esa batalla porque los vecinos tenían razón, pero no solamente desde el punto de vista de las formas: También en el fondo, hasta el extremo de que podemos esperar tranquilos la aprobación del siguiente deslinde, que definitivamente consagre que las viviendas están en dominio público, porque entonces podremos pedir una concesión administrativa de treinta años prorrogables por otros treinta.  En aquella época la ley de costas llevaba muy poco tiempo en vigor, y nadie tenía mucha idea de su extraño régimen transitorio. Tampoco yo. El tiempo, la sentencia del tribunal constitucional 149/91 y una ya consolidada, aunque no abundante jurisprudencia, han cambiado radicalmente el panorama, para garantizar que la pérdida de la propiedad que se produce por la aprobación de un deslinde del DPMT se compensa a todos los afectados, o a casi todos, mediante una concesión para que puedan permanecer en las viviendas durante sesenta años sin pagar canon. Esta realidad se ha ido abriendo paso poco a poco, y hoy es ya indiscutible, aunque por desgracia la gente no la conoce. Y si ya podemos estar seguros de que los vecinos de la playa de Otur tenían derecho a la concesión, el empleo contra ellos de los expedientes de recuperación posesoria nos aparece como un agravio y una aberración jurídica. Y por eso, con la distancia y la perspectiva, causa espanto ver lo que la Administración quiso hacer con ellos: no solamente no les dijo nunca que tenían derecho a una concesión administrativa, sino que les aplicó el instrumento jurídico reservado a quienes con todo el morro del mundo, y sin título alguno (quizá con alguna influencia de funcionarios corruptos), plantaban antaño sus reales en medio de la playa. Este es un matiz que por lo visto a la Administración le cuesta entender. Ese auténtico desahucio administrativo que es la recuperación posesoria, es un instrumento para limpiar el dominio público de bestias, canallas, ocupas, ladrones, malhechores, listillos, usurpadores y piratas de tierra firme, pero no para quitar de en medio a conciudadanos hipotecados hasta los dientes, que ya estaban ahí, y legítimamente, antes de que el área en cuestión fuera declarada dominio público. A estos últimos la ley los protege hasta el extremo de reconocerles el derecho a permanecer durante sesenta años. Y de esta manera accedemos a un atisbo de cuan grotesca pudo llegar a ser  la  iniciativa de la Administración, que  intentó  en aquella ocasión un acto prácticamente de deportación.

Los hechos que se vivieron en la playa de Otur, y la experiencia acumulada con este caso, son de una gran relevancia para el conjunto de España, precisamente porque aquellos errores groseros se repetían una y otra vez en cada rincón de la costa.  Personalmente, conozco expedientes de ratificación del deslinde anterior en Sagunto, Gandía y Barcelona, pero debe haber docenas de ellos, uniformemente repartidos por todo el país. Y lo mismo puede afirmarse del caso de esos pacíficos ciudadanos a quienes echan de sus viviendas de toda la vida, esas viviendas que estaban ahí antes que el dominio público, empleando contra ellos las armas que la ley reserva a los que plantan en medio de la arena una casa de vacaciones, un chiringuito de verano o lo que se les cruce por la cabeza, con desprecio a la ley, al orden y a todo lo que se ponga por delante. Deben ser bastantes los casos de familias enteras que fueron deportadas, echadas, expulsadas de sus propiedades simplemente porque los funcionarios encargados no eran capaces de leer correctamente la ley de costas, o de entenderla, y porque esos vecinos no tuvieron a un abogado cerca. Esos casos forman parte de una crónica silenciosa, que no aparece en la prensa, que no conoce casi  nadie, excepto sus desafortunados protagonistas. Cómo no van a causar pavor la ley de costas, entendida de esa forma torticera, y cómo no va a provocar pesadillas la Dirección General encargada de su aplicación.

Más información en www.costasmaritimas.com   

3 respuestas to “EL ABOGADO Y EL MAR/LA PLAYA SIN CEMENTO”

  1. Juan said

    Lo de buscar defectos de forma esta muy bien para ganar tiempo, pero lo que deberiamos hacer es ir contra la ley por confiscatoria, expoliadora, usurpadora, por ir contra el derecho a la propiedad y los derechos humanos. Ademas de que es de imposible cumplimiento porque si se hace cumplir a rajatabla hasta sus ultimos extremos costas podria plantar el mojon del deslinde varios kilometros hacia adentro, porque la ley de costas afirma que es dominio publico alla hasta donde se demuestre por restos geologicos o de otro tipo que en algun momento estuvo cubierto por el mar: yo personalmente he encontrado fosiles marinos muy tierra adentro. Entonces si la constitucion dice que todos somos iguales ante la ley habra que expoliar a muchos millones de personas y no solo a unos cuantos pelagatos que ellos han decidido.

  2. PLATAFORMA said

    PARA CONTACTAR CON LA PLATAFORMA NACIONAL DE AFECTADOS POR LA LEY DE COSTAS:

    COORDINADORA
    afectadosleydecostas@yahoo.es

    PORTAVOZ Y ABOGADO
    ortega_abogados@hotmail.com

  3. Estoy interesado en que varios clientes de Guardamar del Segura se asocien a esa Plataforma Nacional de Afectados por la Ley de Costas. Tenemos uno de los procedimientos en Estrarburgo.
    Y tambien quiero asociarme personalmente al tener una casita en la misma playa de Guardamar con concesión que se ve afectada por la Ley de Costras 1988.
    Un saludo

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