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@abogadodelmar

En los primeros años de la Constitución asistí a un debate entre el sector conservador y el progresista tanto de la judicatura como de los profesores, catedráticos, académicos y todo el quién es quién en el mundo del Derecho. Giraba el debate en torno a la cuestión de si los preceptos constitucionales  eran o no aplicables de forma directa. Los conservadores pretendían que la Constitución era una norma programática con la modesta misión (al menos en su parte dogmática) de informar el ordenamiento jurídico en su papel de vértice de la pirámide normativa del Estado. Es decir, que vinculaba sólo al legislador en su tarea de elaborar leyes y a la Administración en la suya de fabricar disposiciones de carácter general. El sector progresista pretendía que la Constitución es una norma jurídica de aplicación directa y por lo tanto era invocable por los ciudadanos y aplicable por los jueces lo mismo que cualquier otra norma del ordenamiento jurídico y de manera independiente e incluso solitaria. Aparentemente éste es el punto de vista que se impuso y, por así decir, ésta es la teta de la que yo mamé. Me crié como abogado creyendo a pie juntillas que la Constitución es una norma a la que los ciudadanos pueden apelar de forma directa y sin intermediación de preceptos recogidos en leyes o reglamentos. Esto es lo que yo pensaba y sobre esa base hago mi trabajo y defiendo a mis clientes.

El debate, que creía pasado de moda y superado, no es una cuestión menor.  Poder invocar directamente la Constitución incrementa la libertad. No poder hacerlo, incrementa la sumisión. Y resulta que treinta años después de aquella polémica, el Tribunal Supremo está dictando sentencias que ponen en los altares el punto de vista conservador, cuando no retrógrado, de que la Constitución no es una norma jurídica que los ciudadanos puedan invocar de modo directo.

Voy a poner un ejemplo para que se entienda mejor. He recibido una sentencia desestimando un recurso de casación contra una sentencia de la Audiencia Nacional relativa al deslinde de El Golfo (Lanzarote). Como en otros casos, el expediente se tramitó por un plazo de tiempo abusivamente extenso, de trece años en total, estando paralizado por periodos injustificables uno de los cuales llegó a seis años. Algo parecido he visto por ejemplo en el deslinde de un tramo de la playa de El Saler (Valencia), que estuvo dentro de un cajón tomando la sombra durante ocho años, el de las playas de Corinto y Malvasur (Sagunto), con parones menores pero abusivos, y en Playa Lisa (Santa Pola) llevan con deslindes que se incoan, se archivan y se vuelven a archivar sin llegar a aprobarse, algo así como veinticinco años.

La Ley de Procedimiento Administrativo Común regula una cosa llamada caducidad de los expedientes, según la cual los que no se aprueban dentro del plazo máximo establecido ya no valen y se tienen que archivar. Si a pesar de eso se dicta resolución, el acto administrativo es nulo. Los tribunales tienen establecido que a los expedientes de deslinde no les resultaba de aplicación la institución de la caducidad hasta la reforma de la mencionada Ley de Procedimiento Administrativo Común en 1999. Los motivos son algo complejos y no los voy a explicar aquí para no irme por las ramas. El caso es que a los expedientes incoados después de 1999 les es de aplicación la caducidad y se tienen que aprobar dentro de un plazo bajo pena de nulidad de la resolución que les pone fin, mientras que a los incoados antes de aquella fecha no se les aplica la caducidad y por tanto si se pasan de los plazos recogidos en la ley para su tramitación no pasa nada.

Cuando me enfrenté a la redacción de la demanda del deslinde de El Golfo, lo mismo que en el caso de El Saler, las playas de Corinto y Malvasur (Sagunto) y muchos otros, aprecié un matiz que me pareció importante: Una cosa es que la tramitación no haya podido completarse dentro de los plazos y otra muy distinta es que la Administración se permita el lujo oriental de dejar los expedientes en un armario durante años sin hacer nada con ellos simplemente porque ha decidido que no le apetece. Los derechos de los ciudadanos afectados sufren lo suyo con estos inexplicables periodos de inactividad, entre otras cosas porque las viviendas se venden y compran, y los compradores se pueden encontrar con la sorpresa de perder la casa que pagaron a buen precio a consecuencia de un deslinde del que ya nadie se acordaba porque hacía años que estaba  inmovilizado y sepultado de papeles en algún armario mohoso.

Mi razonamiento expuesto en la demanda es que no nos encontramos ante un caso de incumplimiento de los plazos por razones objetivas derivadas de la complejidad del asunto o del alto número de afectados, sino con una actuación arbitraria de la Administración, que guarda el expediente en el armario por periodos de seis o de ocho años sólo porque le parece bien y le da la gana y genera en propietarios y compradores, aparte del planificador urbanístico, una situación de inseguridad jurídica brutal por puro gusto. La arbitrariedad de los poderes públicos está prohibida por el artículo 9.3 de la Constitución, que también garantiza la seguridad jurídica.

Pues bien, lo que a mí me parece es que nos encontramos ante un hecho que va mucho más allá de que la tramitación haya superado los plazos. Nos encontramos ante una actitud consciente de no atender a la tramitación con la diligencia debida en contra del llamado principio de eficacia, recogido en la Ley de Procedimiento Administrativo Común.

Por tanto, el motivo de nulidad expuesto en la demanda es la violación del artículo 9.3 de la Constitución en su prohibición de la arbitrariedad. Así, sin más. Si la ley establece el principio de eficacia y los funcionarios no lo cumplen porque no es su deseo, parece que se están conduciendo con arbitrariedad. Y como esa arbitrariedad causa lesión a los derechos de los ciudadanos, pues… Creo que es una forma bastante obvia de presentar el problema. Y sobre todo pienso que España no puede seguir sosteniendo una Administración decadente, incapaz, perezosa y arrogante que hace eso: Ahora dejo de tramitar el expediente durante ocho años porque me da la gana, sigo adelante cuando también me dé la gana y a mí nadie me tose. Y pienso también que son los jueces los que han de ponerle freno a esta situación, ya que lo que diga el legislador parece que no sirve de nada. De hecho, lo que mande el legislador sólo vincularía al Gobierno si existiera separación de poderes.

Así que digo en la demanda a) Que ya sé, reconozco, proclamo, entiendo y admito que no se produce caducidad del expediente porque no es de aplicación, por lo que NO pido nulidad por caducidad y b) Que se produce violación del artículo 9.3 de la Constitución, con lesión de los derechos de los ciudadanos, por lo que efectivamente pido la nulidad del acto de aprobación del deslinde.

La Audiencia Nacional, fiel a un estilo que ya me es deliciosamente familiar, me pone una sentencia en la que deniega una inexistente petición de nulidad por caducidad y se agota con argumentos, fundamentos, razones y precedentes judiciales a efectos de asegurar su decisión. Claro está que por otro lado ignora y no responde a lo que le pedí. No creáis que es cosa fácil  de tragar agotarse en una demanda diciendo que no pides la caducidad y explicando por qué y que una y otra vez te pongan una sentencia en la que te denieguen con profusión de argumentos la misma caducidad que no has pedido. Nadie tiene preparación suficiente para vivir en medio del esperpento y yo llevo años así. Todos aspiramos a llevar una vida normal no sólo en lo afectivo, económico y profesional, sino también en lo intelectual. Tú vas a la pescadería y preguntas si tienen calamares aguardando de forma honesta una respuesta a esa pregunta. Nunca esperas que te digan que allí no se vende pintura plástica y que por lo tanto bajo ningún concepto están dispuestos a proporcionártela.

Esto lo cuento en casación y me dice el Tribunal Supremo que aunque toda la argumentación que me ha soltado la Audiencia Nacional para justificar la no existencia de caducidad es innecesaria, la decisión está bien tomada, incluso denegarme lo que no pedí (nulidad por caducidad) y no contestarme a lo que sí pedí (nulidad por arbitrariedad y violación de la Constitución). Dice nuestro más alto tribunal que la única forma de responder a la demanda es la que adoptó la Audiencia Nacional porque la única posibilidad recogida en la ley para declarar la nulidad de los actos administrativos por dilación del procedimiento es la caducidad, y de aquí que la forma más adecuada de leer y entender mi demanda es que yo había pedido la caducidad aunque no sólo no la hubiera pedido sino que había dejado constancia expresa de que no la pedía. Esto conduce a que por lo visto el ciudadano no tiene derecho a platear al tribunal una cuestión y que el tribunal responda a la cuestión que ha planteado el ciudadano y no a otra que no ha planteado. Eso podría suceder quizá en un país civilizado, pongamos el Reino Unido, Francia, Alemania o Suecia. Aquí no funciona de esa manera. Si hemos de tomar este ejemplo como patrón, aquí los tribunales te responden a lo que ellos quieran, no a lo que tú plantees.

Después de dejar constancia de que no existe lo que la Ley de Enjuiciamiento Civil llama incongruencia omisiva de las sentencias, el Tribunal Supremo sugiere que la cuestión estuvo mal planteada en la demanda porque junto con la invocación del artículo 9.3 de la Constitución no se citaba ninguna otra norma del ordenamiento jurídico que hubiera sido violada.

Hay algo en el mundo del derecho que se llama la prueba diabólica. Consiste en la obligación de aportar al tribunal la prueba de hechos inexistentes o negativos o que de alguna u otra forma no se pueden acreditar. La situación en la que ha tenido la amabilidad de ponerme el Tribunal Supremo merece ser calificada de invocación de norma diabólica puesto que me está exigiendo que le cite una norma no constitucional que haya violado la Administración. Pero ni existe ni puede existir tal norma.

Cuando el legislador hace su trabajo y elabora leyes, se remite a una situación de normalidad. No da por hecho que estamos en un país de asnos, perezosos, indolentes, pisaverdes, chulos y enterados, y por lo tanto legisla para los ciudadanos, autoridades y funcionarios que acomodan su actividad a parámetros generalmente aceptables y sobre todo racionales. Por ese motivo, de la misma forma que no existe ninguna ley que regule el tráfico de burros voladores, tampoco existe norma alguna que diga algo parecido a “queda prohibido esconder los expedientes administrativos en un armario durante ocho años sin hacer nada con ellos”. Así que me era imposible complacer al Tribunal Supremo invocando la violación de una norma no constitucional.

Una vez, en 2007, me pidieron los afectados de Denia que me interesara por un deslinde. Fui a la jefatura de Costas de Alicante y me desarchivaron y desempolvaron un procedimiento abierto creo recordar en 1994. Desde aquella fecha no habían hecho nada. Nada es nada. No es un poco: Es nada. Lo habían incoado y a continuación lo habían dejado en un cajón durante trece años y allí seguía.

Ni los jueces que resuelven las disputas, ni los diputados y senadores que en estos días están estudiando la reforma de la ley de costas, ni las altas autoridades que hoy están celebrando el día de la Constitución, creo que conozcan las malolientes tripas del monstruo. Viven encerrados dentro de sus muros de teoría, creyendo a pie juntilla que ni los burros vuelan ni los funcionarios meten a la sombra los expedientes como si fueran bandejas de champiñones. Cuando estudiaba Filosofía del Derecho me enteré de las propuestas de un autor llamado Ihering para quien el derecho no sólo era un conjunto interdependiente y bien trabado, sino que era además bello. Sí, esto decía. Que era bello.

Esta belleza teórica recuerda a la torre de marfil de los poetas o si se quiere a las exposiciones teóricas de los físicos, que pueden llenar una pizarra de fórmulas sabiendo que la velocidad de caída de los cuerpos siempre es y siempre será, pase lo que pase, igual a la raíz cuadrada de 2gh.

Los jueces no resuelven los problemas de los ciudadanos porque la ley no atiende a ciertos problemas. Y los diputados y senadores que tienen que redactar o reformar la ley desconocen los aspectos turbios de la realidad, así que no elaboran leyes que los corrijan. Unos y otros dejan al ciudadano que se arregle como pueda si puede. O mejor, que se resigne. El legislador debería abrir los ojos a la realidad de que debe hacer las leyes para un país que es lo que es, no lo que quiere parecer. Y los jueces creo yo que deberían de dejar de jugar al álgebra jurídica y de dictar sentencias en base a presupuestos teóricos donde lo único que parece importar es que el derecho aplicable cuadre y quede bien ensamblado como si se escribiera una ecuación en una pizarra, aunque al ciudadano se lo lleve el diablo y sus derechos resulten pisoteados. Es como si se confundiera el estrado con la cátedra. Los catedráticos se hartan de estudiar teoría, disfrutan con la teoría y son el no va más de la teoría. Los jueces, en cambio, están ahí para cumplir una función pegada a la tierra y asociada a la resolución de problemas concretos de ciudadanos concretos que tienen nombre y apellidos, que lloran, sufren y experimentan humillación. Un catedrático no puede hacer daño con sus clases magistrales. Pero un juez… En fin.

En todo caso, dejo constancia de que el Tribunal Supremo, por lo que parece, ha abierto de par en par las puertas a la a mi juicio tenebrosa interpretación de que la Constitución no es una norma de aplicación directa cuya violación puedan los ciudadanos invocar sin necesidad de otro precepto legal asociado. En palabras dulces, tiernas, cariñosas y delicadas, esto puede calificarse de retroceso democrático. El mismo que aprecio en otros muchos detalles de la vida pública. No hace mucho que el Subdelegado del Gobierno de Zapatero en Valencia se mosqueó conmigo porque le dije algo así en una reunión de trabajo: Que estábamos en un momento de retroceso democrático.

Y esto es lo que hay. El vaciado de contenido de nuestros derechos avanza de forma constante aunque sutil. La gracia está en que no sepamos percibir este proceso y ése es el juego al que ellos están jugando. Así que, queridos amigos… feliz día de la Constitución.

José Ortega

Abogado   abogadodelmar@gmailcom